I
Una circunstancia que explica muchas de las actitudes de George A. Custer y los acontecimientos en los que participó fue que entendió perfectamente, en un momento histórico tan temprano, el poder de los medios de comunicación y su influencia sobre la opinión pública. Créate una imagen y una fama, y todo lo demás rodará solo. Ello le benefició durante la Guerra, luego durante las Guerras indias, y sobre todo después de muerto. Un caso típico en el que la estupenda opinión que uno tiene sobre sí mismo acaba contagiándose a todo el mundo excepto a los que le conocen bien.

El caso es que, acabada la Guerra, su rango quedó en capitán. Es decir, que ni tan siquiera, en el momento de Little Big Horn, era el coronel de su Regimiento, el 7º de Caballería, aunque sí estaba al mando del mismo en esa campaña, como teniente coronel.
La historia, la de siempre; los indios que guardan sus montañas sagradas en lo que es hoy Dakota, Montana y por ahí, bajo el amparo de un tratado firmado con el Gran Padre Blanco, los buscadores de oro que se meten por medio, los indios que les atacan, el Ejército que protege a los buscadores de oro, el Tratado que queda en papel mojado, los periódicos clamando contra los diablos rojos, las elecciones que están próximas, y la cosa que se lía.
II
En la Guerra de Secesión, al mando de sus escuadrones de caballería, Custer perseguía a los rebeldes del Sur y su propia fama ante la opinión pública, en ambos casos con el mismo denuedo y temeridad.
No puede decirse que fuera un tipo cobarde, al revés, pero la temeridad en búsqueda de la gloria no es una cualidad militar, mayormente cuando tantas vidas están bajo tu responsabilidad. Mediante cargas (“trombas”) de caballería, Custer obtuvo muchas victorias durante la Guerra de Secesión, y fue quizás esa forma de pelear la que le perdió años después en el río ‘Little Big Horn’ frente a Caballo Loco, un guerrero sioux que sabía más de táctica por diablo rojo experimentado que por haber asistido a West Point.
A Custer le perdió esa forma de pelear, y también la autoconfianza: pensar que luchaba contra salvajes ignorantes (lo que era cierto, salvo a la hora de combatir) y eso hacía innecesario —y contraproducente para la gloria personal que buscaba— esperar refuerzos, contar con artillería y atender los consejos de sus exploradores.
III

(Custer no fue el último en caer en la batalla, tal como lo presenta normalmente el cine, sino de los primeros. Y no perdió todo su Regimiento, sino sólo el destacamento de unos 200 hombres a su mando tras dividir sus fuerzas —otro exceso de confianza— antes de la batalla).
Hoy es un personaje cuanto menos discutido; su fama ha ido oscilando entre la elevación a los altares y el cuestionamiento total. Desde el héroe de “Murieron con las botas puestas” (Raoul Walsh, 1941), al muñeco patético y grotesco de la hippie “Pequeño Gran Hombre” (Arthur Penn, 1970).
Da igual. El bueno de Myles Keogh que, desde su Irlanda natal y hambrienta de patatas, había luchado en los ejércitos del Papa, cabalgó con Buford en Gettysburg, bailó el vals con la mujer del capitán Nathan Brittles, y cuyo caballo, “Comanche”, sobrevivió a la masacre… hubiera merecido contar a sus nietos sus aventuras. Y no pudo.
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